No penséis que porque viejo, empolvado y deslucido, yago olvidado y perdido, nunca tuve días de gloria.
Nací, no recuerdo cuándo, de un trozo de cabritilla suave, brillante y bonita. Apenas llegado al mundo, me cosieron inclementes las agujas diligentes de una maquinaria artera y, muy junto a mi otro hermano, fui a parar, empaquetado en una caja de seda, a un almacén de primera. Yo, por cierto, era el derecho del par y, por lo tanto, el mayor, de manera que tenía una cierta hegemonía sobre mi hermano menor.
Allí, en una vidriera, veía pasar los días serena y tranquilamente, sin avidez ni alegría. Don Gallardo, el propietario, era un hombre rutinario que conocía su negocio. Surtía su tienda con mercancía de diario: guantes que eran resistentes y abrigados a la par que bonitos y baratos. Nosotros éramos la excepción: un capricho en cabritilla blanca para una gran ocasión.
Como vivía en la trastienda, a las seis nos despertaba el aroma suculento del "café con media". Su faena comenzaba con la limpieza del día, y así, cuando las muchachas pasaban por las mañanas con rumbo a sus obligaciones cotidianas, la tienda, limpia y abierta, era una amiga discreta que siempre las saludaba con ofertas de rebajas.
A las diez, el trasiego de mujeres que iban a la compra diaria y que siempre se paraban a mirarnos a través del cristal que nos guardaba. A esa hora, la calleja se llenaba de ruidos y de jarana así como de colores, porque una gitana tenía por costumbre ofrecer sus flores en la esquina más cercana.
A mis hermanos y a mí nos gustaba comentar y hacer bromas y reír acerca de los viandantes que veíamos pasar y también imaginar cómo sería nuestra vida fuera de nuestro sitial, en manos de un nuevo dueño que nos trataría bien o mal.
Por entonces, hace de esto muchos años, el tiempo se deslizaba, aunque veloz, más despacio. Era añejo vino español que reconforta y reanima, brindando vida y calor. Por eso, la tienda era lugar obligado de reunión de las habituales, que venían casi todas las tardes a mirar y a rebuscar ofertas como agradable pretexto de animada diversión.
De entre ellas, la que más nos llamaba la atención era Doña Florinda por su aspecto bonachón; pero estaban Doña Rita, chiquitita y perfumada como flor; la gentil Doña Paquita, la locuaz Doña Perfecta y la dulce y silenciosa Doña Sol.
Don Gallardo no tenía más familia que su tienda y que un sobrino gandul llamado Alberto que a veces lo visitaba cuando se hallaba sin blanca y quería irse de juerga. El viejo refunfuñaba, mas siempre soltaba prenda porque, en el fondo y a su pesar, amaba la sana alegría del chaval, que era la cepa joven, la rama verde, la ilusión de vida nueva.
Los sábados por la tarde, se transformaba la tienda: iban llegando, dadas las seis, los habituales de la partida: Don Federico, el herrero; Don Tico, el dentista, y el bueno de Don Fulgencio, que vivía de unas rentas que le dejó a su mujer en herencia un tío lejano de Lérida.
Entre la pipa de Don Fulgencio y los pitillos de Federico, el humo acre los envolvía. Don Tico, que perjuraba cuando perdía una mano, se enojaba. Don Gallardo apaciguaba las iras con vino blanco y algún jamoncillo tierno que para la ocasión guardara, y, dadas las nueve y cuarto, la partida terminaba y todos se despedían. ¡Hasta el sábado siguiente y la siguiente partida!
El domingo era peor, porque después de la misa, no había más que soledad serena y el periódico del día.
Una mañana florida -¡bien recuerdo los aromas de las flores que la gitana tenía ese día!-, entró por la puerta abierta un soplo de brisa fresca. ¡Qué brillo tenían sus ojos! ¡Cómo le olía la piel tersa! ¡Qué lisura la de sus manos morenas! Buscaba unos guantes blancos. Quería guantes de fiesta. ¡Y tenía cien pesetas!
Don Gallardo, relamido, nos mostró con galanura. En un gesto presumido, ella nos caló y alzó las manos para apreciarnos al sol, que entraba por la vidriera un rayo multicolor.
Nunca hizo Don Gallardo venta mejor y más rápida. Así salimos de allí mi hermano y yo, bien envueltos; apretados en su pecho; calladitos y contentos.
En la oscura placidez de nuestra caja, soñando sueños de gloria y de vida mundana, estuvimos poco más de una semana. Se oía de vez en cuando, a través de la rendija del cajón donde se nos guardara, la risa argentina de quien nos comprara. Otras veces que el cajón se abría, percibíamos crujir de sedas y rozar de organzas y un trajín generoso y femenil que ensanchaba el alma. Y nosotros, encerrados; siempre juntos y callados.
Pero una tarde que el sol tamizaba de ópalo, nos sacaron al aire tibio de la habitación y sentimos de inmediato la tensión que electrizaba el aire. En la cama vestida de organdí, los volantes se derramaban al suelo con su blancor deslumbrante. Nos sacaron suavemente de nuestro estuche de seda y nos posaron sobre un butacón damasquino, muy junto a unos blancos chapines de baile, un bolso fino con broche de perlas, y un par de largas medias de seda color de carne. Sobre la silla de al lado, el velo albo y, colgando del perchero, el vestido largo. ¡Todo blanco!
¡Qué orgullosos nos estrenamos entre sus manos nerviosas! ¡Cómo nos pavoneamos mi hermano y yo aquella tarde gloriosa!
Aquella noche, borrachos de idilio, nos dormimos en la alfombra junto al ramito de lirios, junto al velo desmayado, junto a los chapines blancos de tanto bailar, cansados.
Después, vino la cordura... el devenir cotidiano de habitualidad, la brega más o menos dura que es el pan nuestro de cada día... Pero el domingo, hiciese sol o lloviese, nos íbamos a misa de diez primero, y después a la Alameda. !Qué orgullosas se colgaban las manitas enguantadas del brazo viril que las soportaba! ¡Qué feliz la niña hermosa hecha mujer! ¡Qué envidiosas la espiaban la otras mozas! Porque Mariela tenía marido amante y trabajador, hombre de oficio que se afanaba en la profesión. Y cuando sus manos grandes, ásperas y poderosas, le acariciaban los dedos en el paseo matinal, nos dejaban en la piel el calor de la fragua, la dureza del yunque, el olor del hierro caliente y enrojecido como una espina de fuego.
¡Ay, quién pudiera volver el tiempo atrás, simplemente, o vivir en los recuerdos siempre, siempre! Pero el tiempo no se para; no tuerce su curso un río; no vuelve al nido vacío un ave muerta en invierno; y no puede un triste guante trocar su humilde destino.
Por eso yago perdido, olvidado y deslucido. Porque un aciago día mi suerte quiso que me quedase olvidado a la ribera del río. Quiso también que ese día soplase muy fuerte el viento que me transportó en un vuelo hasta este sitio donde hoy me encuentro. Quiso, en fin, el hado cruel, que Mariela me buscase lejos de donde quedé. Porque aquí, cierzos y heladas me han lastimado en invierno; me han usado los insectos como albergue y alimento; me han picoteado las aves y me han manchado los cienos. Se ha vuelto gris mi blancura; se me ha cuarteado la piel; tengo rasgados los dedos y arañazos tengo cien.
De mi hermano, ¿qué será? Mi suerte aciaga habrá sido la desgracia para él... Yo, desgraciado de mí, he aprendido, en mi quebranto, que la fortuna es caprichosa y tornadiza, pero también aprendí que cada momento de la existencia tiene escondido su gozo en sí. Porque, viejo y quebradizo como estoy, tengo una dicha: ver nacer la vida nueva que, con cada primavera, resurge a mi alrededor y vestir mi invierno triste con la prístina blancura de la dulce margarita que florece junto a mí.
La tierra fértil que amorosa la rodea le brinda alfombra tersa. En la quebrada, lozano arbusto le proporciona sombra bienhechora y es siempre por la aurora enamorada. Aroma suavemente al céfiro que pasa; regala generosa su néctar a la abeja; y agradece la lluvia y el rocío que le dan su perfume y lozanía. Y cuando su suerte se consume suavemente, se confunde con la tierra que un día le dio la vida para que, al año siguiente, otra flor nazca y perfume este rincón ignorado con su savia blanca y viva. Así se ata, eslabón tras eslabón, la cadena generosa de la vida.
Por eso, aunque perdido y olvidado por mi dueña cambió el azar mi destino, tengo el consuelo bendito de haber gozado y sufrido más que muchos "elegantes" que tan sólo han existido. Y cuando de mí no quede ni un trozo de cabritilla, habrá, quizás, una ardilla o un saltamontes o un ave que, gracias a mí, subsista.