No resulta nada fácil, a veces es casi imposible, vivir en armonía con todo el mundo, vivir tranquilos en medio del ruidoso desasosiego de la vida; del alboroto y las prisas a que estamos sometidos y que condicionan voluntades y perspectivas individuales.
De esa fatiga suelen nacer muchos miedos y, buscando paz por camino errático, terminamos refugiándonos en la soledad. Se puede vivir bien con la propia soledad, sólo hay que aceptarla, asumirla; tratar de convertirla en amiga y hacerla útil y fecunda.
Cada vez es mayor, en los países desarrollados, el número de personas solitarias. La gente marginada y, en general, los ancianos son los que más sufren como consecuencia de su soledad. Pero ésta no se remedia estando rodeado de gente. Porque es más bien un sello personal que se lleva dentro, uno mismo puede hacer que su soledad sea buena o mala, positiva o destructiva.
La que nos destruye, casi siempre es hija del aburrimiento o inactividad; nos obliga a estar pendientes de los demás, en actitud pasiva e inerte, sin fuerza interior ni generosidad solidaria. Es el equivalente a una lenta agonía existencial.
Para evitar el vacío abismal que pueda producir en nosotros la soledad, nada mejor que abrir puertas en nuestros corazones. Un corazón con puertas abiertas es parcela de mies a punto de recoger. Por el contrario, un corazón con puertas cerradas es desierto agotador de cosechas.
<Ábreme la puerta, madre,
que en la calle hay soledad,
y si la puerta no abres,
no existe fraternidad>
En aquel pueblo de mi infancia jamás se cerraban las puertas. Por eso no tenía vivienda la soledad. Otra época muy distinta es la de nuestros días, en la que hemos cerrado las puertas con cerrojos de seguridad, alarmas y puertas blindadas. Tengo la sensación de que la cultura de puertas cerradas está enterrando el gozo de fraternizar.
Nacen los fanatismos, proliferan las sectas encerradas en sí mismas, cada vez hay más brotes de xenofobia y racismo y la política de partidos nos ha enseñado que las puertas se abren para unos y se cierran para otros.
No podemos, ni debemos, estar ciegos a estos tiempos de progreso, pero cada vez que una puerta se cierra, una luz se apaga en el mundo.
Mirando el fiel de la balanza al sopesar el corazón del hombre, quizás nuestros ojos sean capaces de ver que ya son demasiadas las luces que se están apagando.
Antonio Alcalá