LA  ETERNIDAD  DE  LA  IGLESIA

 

    No tenía mucho de que enorgullecerse la Iglesia en los albores del siglo XVI cuando Lutero visitó la Roma del Renacimiento en 1510.  La declinación moral era evidente. Obispos y sacerdotes habían cedido a la tentación de la carne, de las riquezas y la vida fácil. Y aunque las críticas y afanes reformistas se hacían escuchar dentro y fuera de la Iglesia, el mal había echado raíces tan hondas que hasta la corte papal, según cuenta el historiador Francesco Guicciardine “era un ejemplo de todo lo más vil y vergonzoso del mundo”.

    Santa Catalina de Siena sintetizó esa situación con estas palabras: “dondequiera que se mire no se ven más que ofensas y todo parece estar infectado con la hediondez del pecado mortal. Mezquinos, voraces y avariciosos, han abandonado el cuidado de las almas, haciendo un dios de su estómago, viviendo en la lascivia y alimentando a sus hijos con la sustancia de los pobres.”

    No fue Lutero el que levantó la primera voz dentro de la Iglesia, a la que aún pertenecía, para denunciar públicamente ese estado de descomposición moral. Antes que él, haciéndose eco de las palabras de Santa Catalina, muchos santos predicadores realizaron cruzadas de reforma moral llamando al arrepentimiento y al cambio de costumbres de  vida. El franciscano Juan de Capistrano fue uno de ellos, predicando la penitencia y el retorno a la pobreza apostólica. Y las prédicas de San Bernardino de Siena llegaron a ser tan carismáticas que el Papa Paulo II creía que el pueblo se impresionaba tanto al escucharlo como los primeros cristianos al escuchar a Pablo.

    Franciscanos y dominicos  llamaban a los religiosos y sacerdotes a apartar sus ojos del dinero y tornar al Evangelio, lo que provocó la ira de algunos prelados opulentos que llegaron, irónicamente, a condenar a ambas Órdenes Religiosas. No obstante, la vida moral de los hombres de la Iglesia había caído tan bajo que hasta muchos seguidores de San Francisco y Santo Domingo sucumbieron también a tentaciones de todo tipo, según se desprende de la sátira que Chaucer hizo de los frailes ingleses.

    Más tarde, providencialmente, aires de renovación refrescaron la vida de la Iglesia con el Concilio de Trento. Se buscó de nuevo la austeridad y la virtud que había predicado Jesucristo y la Iglesia renació de entre toda aquella podredumbre moral para seguir honrando su misión evangelizadora. San Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Ávila en España y San Vicente de Paúl en Francia fueron ejemplos magníficos del renacer espiritual de la Iglesia de Cristo.

    Todas estas consideraciones vienen a cuento porque los no simpatizantes de la Iglesia Católica, siempre al acecho de los errores humanos, se agarran de esas debilidades para echar lodo sobre ella. Lo han hecho desde los primeros tiempos del cristianismo y parecen dispuestos a hacerlo hasta la consumación de los siglos, o hasta que un rayo celestial los fulmine, especialmente en esta moderna Babilonia en que vivimos, donde el culto ilimitado y sin freno de todo tipo de placeres innombrables, ha roto prácticamente las relaciones del hombre con Dios.

    Aunque de todo se puede sacar una conclusión envidiable que nos debe llenar de infinito consuelo a los católicos. Y es que, a pesar de todos los pecados y la posible corrupción de los hombres de la Iglesia; a pesar del lodo que sobre ellos y sobre Ella quieran echar, la Iglesia ha demostrado en sus dos mil años de historia, poseer el carácter de eternidad que Jesucristo le imprimió cuando  prometió que jamás las puertas del infierno prevalecerían contra ella.

    No importa que los escándalos, algunos vergonzosos, que provocan ira y dolor al mismo tiempo, se sucedan con más frecuencia de lo que  pudiera representar la excepción de la regla;  no importa que por todas partes se levanten olas de crítica, muchas explicables, que sacuden la parte humana de nuestra Iglesia, aquí y en todas partes. No importa, en definitiva que se escuchen a diario las voces que clamen por un cambio en las costumbres de la Iglesia para llevarla a una liberalización de los patrones morales que siempre la han gobernado. No importa nada de eso, porque lo cierto es que,  a despecho de errores y pecados, nuestra Santa Madre Iglesia es divina y eterna y eso es lo que debe importarnos y llenarnos de orgullo y esperanza para que el mensaje salvífico se mantenga intocable y se extienda cada día más por todo el universo.

    Y hay un deber ineludible para quien se sienta hijo fiel de la Madre Iglesia fundada por Jesucristo: perdonar como El enseñó y orar siempre, en privado y en público para que la misericordia de Dios descienda una vez más sobre los pecadores, llevándoles por un sendero de arrepentimiento y humildad y mantenernos fieles a nuestra Santa Madre Iglesia.

 

C O M E N T A R I O S

 

      La crónica anterior fué escrita en 1993 y publicada en la edición de mayo de ese año  del periódico de la Diócesis Católica de Brooklyn, “Nuevo Amanecer”. En 1994, en el Congreso Nacional de la Asociación de la Prensa Católica de Estados Unidos recibió un segundo premio por la mejor columna en español publicada por un periódico católico.

    Consideramos que  su contenido mantiene fresca su vigencia, dado que los recientes hechos ocurridos, así como las manifestaciones del Vaticano referentes a la legalización, en ciertos lugares, del matrimonio entre homosexuales, han despertado, como es usual,  comentarios favorables y críticas contra la posición del Vaticano.   Nuestro propósito en este momento no es tomar partido ni por unos ni por otras; solamente queremos destacar el derecho que le asiste a la Iglesia Católica, como depositaria de la doctrina de Cristo, para dejar patente su criterio cuando se  trata de  cuestiones de moral, dirigiéndose principalmente a los seguidores de la doctrina de Cristo, aunque si dejar de lado su preocupación por el bien moral de toda la humanidad.  La moralidad no es algo cambiante; los principios morales en que se funda la doctrina de la Iglesia son eternos porque se basan en la ley natural y proceden directamente de las enseñanzas de Jesús, verdadero Dios Encarnado. Y al margen de todas las polémicas habidas y por haber, hay una regla de oro para normar las conductas:  los fieles seguidores de la Iglesia, seguramente escucharán la voz del Vaticano cuando habla en cuestiones de moral, y a los que no son verdaderos católicos ¿qué puede importarles la opinión del Papa? Con ignorarla es suficiente para seguir viviendo la vida propia.

    Otro punto controversial que ha surgido repentinamente en la pantalla de los acontecimientos del día, es el de la elección en la Iglesia Episcopal de EE.UU.. de un Obispo, que se ha declarado orgullosa y abiertamente, homosexual. La decisión de los jerarcas de esa Iglesia marca un punto importante y delicado en la consolidación de lo que podría llamarse la “socialización del pecado”. 

    Poco a poco, existe una tendencia, errónea a nuestro juicio, de admitir y aprobar ciertas desviaciones del comportamiento humano que chocan francamente contra la ley natural, como cosas que al aceptarse por la sociedad se pueden convertir en realidades que hay que respetar y con las que hay que aprender a vivir, no importa si están viciadas de origen. No se olvide que “las cosas son lo que son y no lo que yo quiero que sean”.

    Por último, debo dejar constancia de que mi propósito no es ofender ni criticar a los jerarcas de la Iglesia Episcopal. En definitiva, no es mi Iglesia y sus decisiones ni me atañen ni me afectan.

 

 Marco Antonio Landa

 

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