UNA VOZ DE LEYENDA: DELMIRA AGUSTINI

 

    El 24 de Octubre de 1886 nació en Montevideo, Uruguay, la poetisa Delmira Agustini. Veintiocho años más tarde, en el silencio privado de una cita amorosa, dos plomos certeros segaron su vida. Ese día, su nombre, auroleado por la leyenda, se convirtió en la gran noticia, absurda noticia al parecer, que como una chispa eléctrica se regó por la ciudad temblorosa. El eco de su muerte se propagó rápidamente entre quienes la consideraban ya, por su obra poética, ocupando un lugar definitivo y cimero en el mundo de la poesía hispanoamericana.

    Montevideo, que vio con asombro germinar esa flor extraña que fue Delmira Agustini, era, en los primeros años del siglo 20, una sociedad cerrada, donde las mujeres, como en casi todas partes de nuestro hemisferio y, como un rescoldo de la sociedad victoriana, parecían ser una sombra impalpable de la actividad masculina. (La escritora argentina Victoria Ocampo nos ha dejado en sus libros muchos impresionantes “testimonios” de este acontecer humano. Asimismo, la inglesa Virginia Woolf escribió extensamente sobre el particular).  Delmira estaba llamada a dejar escuchar su voz de plenitud poética en todos los ambientes de aquella sociedad, reivindicando para la mujer el derecho de recibir igual consideración que los hombres en el mundo del intelecto.

    Pertenecía a una familia acomodada; era la  única hija hembra de un padre mimoso y una madre dominante y celosa. Por eso, su juventud fue casi un solitario vivir y soñar; soñar y escribir versos de candente humanidad entre los gruesos cortinajes de su casa, donde todos, al comprender el genio atormentado de su sensibilidad, la rodeaban de religioso respeto para hacerle fácil, hasta cierto punto, su creación poética.

    Autodidacta milagrosa, la madre fue su única maestra, a excepción de los profesores de pintura, música y francés. Debido a su precocidad, ya a los cuatro años sabía leer y escribir y a los cinco ejecutaba al piano partituras clásicas. Pero el hervor de los sentimientos crecía dentro de ella como una avalancha incontenible. No tuvo experiencia carnal alguna, pero sus versos, dominados por el instinto del genio, se desbordaron de un erotismo casto y una intuición universal tales, que llevaron al filósofo Carlos Vaz Ferreira a exclamar que “aquella obra, por venir de una muchacha sin cultura académica alguna, no podía calificarse más que de un milagro”.

    No fue Delmira artífice del verso, pero la espontaneidad le comunicó “su poderoso, su avasallador y apasionado arrastre”. Sin embargo, de su limitada producción poética, su último libro “Los cálices vacíos” (¿vacíos de toda realidad?) contiene, según Alberto Zum Felde, unos “valores de originalidad y de potencia que la han situado definitivamente en el primer plano de la lírica americana”. Al libro se le calificó de “erótico”, pues las imágenes de sus versos están cargadas de tal pasionalidad subjetiva, que mal pudiera pensarse que quien así se expresaba era una joven mujer que se conservó casta hasta el momento de su matrimonio. Pero su erotismo “arde y se consume en sí  mismo” porque era sólo “fabulación poética”.

    Su primer libro, “El libro blanco”, se convirtió al momento de su aparición en un grito de asombro que se extendió por todos los círculos literarios de la época. Se dijo entonces que era, tal vez, el caso más admirable de intuición intelectual que se conocía. A partir de ese momento, dejando apenas entrever las llamas de amor apasionado que la consumían y que iban a reflejarse poco a poco en su maduración poética, Delmira empezó a relacionarse con las figuras cimeras de la literatura de su tiempo. Y aunque no puede negarse la influencia que el modernismo pudo ejercer en sus primeras producciones, no es menos cierto que su genio intuitivo y poético desbordó esta corriente para asentarse definitivamente, con su originalidad propia, en la historia de la poesía hispanoamericana.

    En 1912 Rubén Darío visitó Uruguay y conoció a Delmira. Su entusiasmo por la poesía de la joven y hermosa mujer solitaria, fue instantáneo. Después dijo de ella que “desde el siglo de oro de las letras castellanas, desde Santa Teresa, no aparecía una voz tan única y  fascinante como la suya, de tan profundo sentido en el reino de las relaciones humanas esenciales”. Y en 1919, en el prólogo del primer libro de versos de Juana de Ibarbourou, el argentino Manuel Gálvez escribió lo siguiente: “Delmira Agustini abrió el camino. Es casi un jefe de escuela. Si sus versos no existieran ¿tendrían la misma audacia Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou? ¿Escribirían sobre los mismos asuntos que escriben y que, antes de la Agustini, en castellano, jamás osó tocar mujer alguna?

    En 1910 aparece su segundo tomo de versos “Cantos de la mañana”, y en los primeros meses de 1913 se publica su libro definitivo: “Los cálices vacíos”,  que por su madurez poética, la consagra para siempre como una de las voces más puras de la lírica americana y una de las pocas que sobrevivieron de la hojarasca volandera que se agitó, como sucede en todo movimiento literario, al margen de la corriente modernista. Posteriormente, en 1924, apareció su libro póstumo: “Los astros del abismo”.

    Pero esta extraña mezcla de subjetividad pasional e  intuición intelectual tan fina, marchando al paso de una absoluta castidad y falta de experiencia, la condujeron, en virtud de esa indescifrable doble personalidad (tal vez cual otra “madona de las siete lunas”) al desastre. En mayo de 1908 conoció a un joven llamado Enrique Job Reyes, quien se enamoró apasionadamente de ella, y, aparentemente, ella también de él. Reyes era hombre de gallardía varonil, aunque carecía de cultura intelectual. Después de cinco años de castas relaciones, se casaron el 14 de agosto de 1913. El 6 de octubre de ese mismo año Delmira abandonó el hogar conyugal y regresó a casa de sus padres, estableciendo demanda de divorcio, aunque durante el lapso de tiempo que duró la tramitación de aquella, ocurrieron cosas extrañas.

    Delmira y Enrique continuaron viéndose y sosteniendo el contacto conyugal en un apartamento que él había alquilado al efecto, encontrándose en secreto hasta que fue firme la sentencia de divorcio. El 6 de julio de 1914 se produjo el último encuentro, epilogado por la sangre de ambos que marcó la habitación del amor escondido, con una huella trágica. El esposo disparó dos balazos que segaron la vida de la poetisa y después volvió el arma contra sí, escribiendo en una inverosímil subrogación de almas, los últimos versos de ese poema apasionado, absurdo y loco, que se tradujo en la realidad trágica que nunca pudieron imaginar (¿o sí?) los sueños amorosos de Delmira Agustini.

    ¿Encontró ella en su esposo la respuesta a sus febricitantes sueños de carnalidad y erotismo que reflejan la mayor parte de sus versos? Pero ¿qué halló, además, en él, que la obligó a abandonarlo como asqueada y asustada de esa relación? ¿Y qué imán misterioso la hizo regresar a su lado mientras se  tramitaba el divorcio?

    Preguntas que nunca obtendrán respuesta....

Marco Antonio Landa

 

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