Invitado por el Patronato José Martí, el Dr. Ángel Cuadra ofreció una excelente conferencia bajo el título "José Martí: análisis y conclusiones". Su análisis integral de nuestro Apóstol en aspectos tales como el político, el ideológico y el ético. En 2000, la Colección Formación Martiana hubo de publicar la versión escrita de dicha conferencia, llegada a mis manos por deferencia del Dr. Cuadra.

    Dados la excelencia de los asertos desarrollados en este ensayo, la intemporalidad del tema tratado y el acierto de este análisis, reproducimos a continuación, por partes, el texto íntegro.

Eliana Onetti

(I)

    “Si la guerra es posible, y los nobles y legítimos prestigios que vienen de ella, es porque antes existe, trabajado con mucho dolor, el espíritu que la reclama y hace necesaria: y a ese espíritu hay que atender...” Se refería Martí en este párrafo de su memorable carta a Máximo Gómez de 20 de octubre de 1884, a ese estado de conciencia de grupo que se va formando en el proceso de desarrollo de un pueblo; el espíritu colectivo que debe determinar, al cabo, la índole peculiar de una nacionalidad.

    No recuerdo si fue Ihering o Duguit, jurisconsultos, el que expuso que para que un grupo humano alcanzara una estructura coherente como nación, era imprescindible que sus integrantes se sintieran persiguiendo en común el logro de un objetivo. En la formación de ese espíritu colectivo intervienen todos y, en especial, los fundadores de pueblos que van delante aclarando el rumbo. No cabe dudas que, entre sus fundadores, fue José Martí el que mejor interpretó «ese espíritu al que hay que atender» del pueblo cubano; y en el análisis que del mismo hizo y el recado que nos legó, están las bases generales y coherentes para la nación que pudo ser, y aún espera por manos honradas para edificarse. Por eso entiendo que a Martí se puede acudir como punto de partida hacia el logro de nuestra identidad.

    Cuando salí de la cárcel política, y ya, al fin, en las calles de La Habana, tras muchos años de meditar en la cuestión cubana, uno de los primeros lugares al que acudí para el reencuentro con mi país, fue la casa de la calle Paula, en La Habana Vieja, donde nació en el siglo pasado aquel cubano del que dijo la poetisa Gabriela Mistral que era «el mejor hombre de nuestra raza». Cerca un resto de la vieja muralla que circundó por un tiempo la ciudad colonial; las calles estrechas y el empedrado antiguo, y la modesta casa, cuidada y simbólica, como parte de una atmósfera que mi subjetividad poblaba de implicaciones. Allí había comenzado la vida más consecuente en pensamiento y obra, más lúcida y trascendente, que hemos tenido, apasionante y necesaria, los cubanos de siempre.

    Desde cuatro ángulos de su existencia temprana podemos acercárnosle. Su familia, padre y madre españoles, y sus hermanas; la escuela, surtidor de conocimiento y magisterio, primero el colegio San Anacleto y luego San Pablo donde tuvo la orientación cercana de Rafael María Mendive; la amistad, desde entonces y para largo camino, de Fermín Valdés Domínguez, como valor en las relaciones humanas: y el periódico, o sea, el escritor, la función de comunicación con los demás por la palabra escrita, para lo que fundó, adolescente, el periódico «El Diablo Cojuelo» y publicó en «La Patria Libre», su presagiador poema dramático «Abdala». Eran ésos los cuatro contenidos elementales de aquella juvenil existencia, interrelacionados dentro del continente sintetizador de la patria.

    En lo que de misterio, destino o presagio puede anotársele a la vida de algunos hombres, y a la vida en especial en su función de misión insoslayable, anotemos de paso que en el drama «Abdala», escrito a los 16 años de edad, un guerrero en un país imaginado, rompiendo el equilibrio de amor entre los sentimientos filiales y patrióticos en lucha, opta por esto último, como cumpliendo un deber sublime, y muere, con feliz dolor, “por defender la patria”. Tal fue, en lucha, desasosiego y grandeza final, el episodio de la vida de José Martí.

    La experiencia ruda del presidio político apresuró su madurez y reafirmó su vida por la senda de la que nunca se apartó. Y fue el exilio la distancia devoradora donde pasó la mayor parte de su vida. En España, en México, en Guatemala, en Venezuela y en Estados Unidos, hasta el viaje final y sin regreso hacia Cuba.

Al comenzar su obra redentora con la organización de la última de las guerras por la independencia de Cuba, y para mejor ubicarlo en el contexto histórico nacional de aquel momento, señalemos brevemente los antecedentes que encontró y la situación entonces dentro de la isla.

    Había pasado la Guerra de los Diez Años, fuente de experiencias y precedente de los que habría que partir para conectar la lucha en una secuencia histórico-política. Los cubanos habían luchado con heroísmo y desamparo, convocados a un verdadero holocausto. Una revolución independentista como ninguna otra en América, que comenzó por proclamar la abolición de la esclavitud. Los cubanos solos, sin armas apenas, se habían enfrentado al más grande y poderoso ejército colonial de todos los que tuvieron que enfrentar los demás libertadores en América, desde e! Norte hasta el Sur. Revolución independentista y guerra de liberación que proclamó desde los campos de batalla la institucionalidad de una república bajo el signo predominante de la civilidad, con la presencia de un gobierno en armas, por la voluntad de sus propios guerreros y la aspiración ideológica de sus gestores.

    Fracasada la guerra, tras la Paz del Zanjón, donde quedó fraguada la vocación independentista y republicana de los cubanos, un período de tregua (señalemos el paréntesis de la Guerra Chiquita) sobrevino, donde en Cuba quedaron delineadas tres tendencias políticas: el anexionismo, el separatismo en receso y el autonomismo creciente y atemperado a las circunstancias postbélicas dentro de la Isla.

    Convencido de que había que esperar a que las circunstancias fueran propicias, Martí supo esperar. Es sabido que tuvo que soportar incomprensiones, ataques, sospechas y dolores como todo el que se decide a dejarlo todo: su propio yo, y darse a una obra de redención por los demás. «Echarse un pueblo en los hombros», como dijo comentando a Carlos Manuel de Céspedes, iniciador de la guerra de independencia. Pero Martí supo sacar conclusiones y experiencias del pasado cubano, y, sobre todo, perfilar el futuro posible de nación que surgía en el cruce de dos generaciones, bajo el desequilibrio del continente americano entre el creciente poderío de Estados Unidos y las frustraciones y pobreza de la América Hispana, en un período de transición de las ideas en el mundo y una demora sensible en el tiempo histórico del proceso cubano. En la asimilación y perfilamiento de aquel espíritu de pueblo, en función del cual era posible sólo la guerra, que debía atemperarse a aquél, y cerrados los caminos de una solución pacífica, Martí halló el momento oportuno para unir voluntades, conciliar ideas y agenciarse los medios para «la guerra necesaria» y la preparación de la futura república. Tras un genial manejo de factores diversos, venciendo obstáculos inmensos, puesto en marcha el proyecto, Martí murió en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895.

    ¿Qué conclusiones podemos sacar de su vida y su obra?

 

(II)

 

    Para arribar a las conclusiones finales de la obra que ciertos hombres legan a la humanidad o a un pueblo determinado, se hace útil -necesario a veces- el análisis de algunos aspectos de su vida personal, por cuanto en ellos vida y obra están estrechamente relacionadas, y la apreciación de la primera sirve de puente para la comprensión de la segunda. Éste es el caso de José Martí.

    Una perspectiva que ha de servirnos de punto de partida para un análisis sucinto de la vida de Martí, es aquella contraposición dialéctica de la existencia humana, dada entre el individuo y el mundo, esto es, entre el yo y los otros. Y esa disyuntiva existencial fue para este cubano la opción trascendente que, desde el presagio de su pieza dramática «Abdala», ya se había él planteado. Martí optó por la primacía del mundo, por los otros, y en ese rumbo empeñó su vida.

    En obsequio de esa determinación asumida, dos normas impuso a su conducta en la vida: el deber, aceptado con un sentido casi místico, y el sacrificio del yo, incluyendo en ello familia, bienestar personal y fama.

La esencia del hombre verdadero la adjudica Martí a aquel que «no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber». Y ante su mundo exterior más inmediato y urgente, que era la patria, define a ésta sobre los conceptos de «agonía y deber». Pero ese deber no lo entiende como algo penoso, sino como goce final del alma: «El deber es feliz, aunque no lo parezca, y el cumplirlo puramente eleva el alma a un estado perenne de dulzura».

    La obra de redención de los otros hombres requería para Martí aquella otra norma impuesta a la conducta de su vida: el sacrificio del yo. Por darle prioridad a las penas de los otros, debía poner a un lado sus propias penas: «¿quién osa decir / que tengo yo penas? Luego, / después del rayo y del fuego, / tendré tiempo de sufrir. / Hay montes, y hay que subir / los montes altos; ¡después / veremos, alma, quién es / quién te me ha puesto al morir!».     Cuando «en vísperas del largo viaje» sin regreso hacia los campos de batalla en Cuba, como una final confesión, escribe a su madre una carta, desnuda Martí la justificación recóndita de su sacrificio: —«usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida: y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio?» Entonces «deber y sacrificio» se elevan en una especie de enlace místico hacia un estado superior del alma.

    Los tres campos de ese mundo, el no yo, que entendió Martí en prioridad sobre su persona, eran Cuba, la patria grande de Hispanoamérica y la humanidad. Para todo eso empeñó su vida.

    Comencemos por indagar desde este tercer y más alto campo de la visión triangular desde la que analizamos su vida, para descender y comprender mejor su actitud y su proyección para América y para Cuba, o sea, comencemos por la humanidad: los hombres. Para Martí éstos «van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen. Y la pelea del mundo viene a ser la de la dualidad hindú: bien contra mal». Aquí anotemos un punto de valor superior, cuyo triunfo es anhelable en la lucha existencial de la humanidad: el bien. Es algo así como la presencia de algo absoluto, como atributo de la divinidad en los lindes últimos de la vida. De ahí que una vez escribió: —«Dios existe en la idea del bien». De esa dualidad envolvente, original y final, que desciende hasta los hombres y los afilia, un corolario se presenta a cada lado en la lucha planteada: el amor junto al bien; el odio junto al mal. Es como una traslación de la lucha de los dioses, o fuerzas superiores, a la lucha de los hombres y sus pueblos en este mundo. Y así afirma: —«De odio y de amor, y más de odio que amor, están hechos los pueblos; sólo que el amor, como sol que es, todo lo abrasa y funde; y lo que por siglos enteros van la codicia y el privilegio acumulando, de una sacudida lo echa abajo... la indignación de un alma piadosa».

    Véase aquí cómo la piedad -forma del amor actuante-, en alianza con el bien, debe vencer, en la lucha polar, a la alianza de odio y de mal. Y eso por la acción de un alma que se alza en indignación y sacrificio para la redención de los demás. En eso encuentra, a su vez, una sublime recompensa el alma redentora:

    «Cuando al peso de la cruz / el hombre morir resuelve / sale a hacer bien, lo hace, y vuelve / como de un baño de luz». Martí entiende así aquel «estado de dulzura del alma» que señalamos, y aquella razón final del sacrificio en la citada carta a su madre. Todo esto va en síntesis poética en la expresión «un baño de luz». En la simbología martiana la luz se asocia al amor y al bien; como la sombra al odio y al mal. Y ese baño de luz ha de bastarle, como única retribución, al que se entrega a una obra de bien, más allá de la gratitud o «ingratitud probable» de los destinatarios de aquélla. Porque al final, el reivindicador de los otros por el bien, podrá quedarse solo. Luego, en el poema «Yugo y Estrella», Martí, que lo sabe, lo asume, puesto que «en la vida –dice-, todo el que lleva luz se queda solo». He aquí la final soledad martiana, donde ya no busca nada para sí: el amor se desprende del «yo» por «los otros»; y el bien se ofrece como la categoría final de valor en la misión humana.

    Luego, desde la tercera dimensión desde la que hemos partido para analizarlo -la humanidad, el ser humano, el hombre-, dos ingredientes esenciales sobresalen en la base y la meta existenciales de José Martí: el amor y el bien, que él asume como militancia humana, revolucionaria y trascendente, en aquella «pelea del mundo» donde sigue vigente «la dualidad hindú: bien contra mal». 

 

III

 

    Muchas veces he pensado cuál era la búsqueda final de José Martí en la vida, en el mundo de las relaciones humanas y en el tiempo que le tocó vivir, y para lo futuro, como síntesis de aquella prédica en que se empeñó para sus compatriotas y aún para sus contemporáneos.

    Hacia el hallazgo de esa respuesta nos haremos paso, en este análisis, desde el aspecto de la humanidad, o sea, los otros, el no- yo, que antes le enfocamos, hasta los campos más inmediatos de Hispanoamérica y de Cuba, completando la perspectiva triangular desde la que estamos observándolo. ¿Cómo anhelaba Martí aplicar aquellos dos valores esenciales -amor y bien-, a la acción de convivir, concretándolos en divisa y práctica de las relaciones humanas?

    Desde aquella mística del deber y aquel absoluto del bien que están en el dintel de sus valores, podemos deducir que Martí marchaba en aspiración hacia la búsqueda y vigencia de una especie de código moral que fuera como un evangelio vivo dentro de cada hombre. Convencido de la superioridad de la ley moral sobre la ley jurídica, «el objeto de la vida», título de un libro que se dice proyectó escribir y que nunca lo hizo, el objeto, al menos de su vida, debió ser, entre otros, una especie de evangelización laica que quiso, incluso, que normara la república en que un día se constituyese Cuba. De no ser así, no se concebía como acto consecuente con sus pronunciamientos políticos y mediante la convocatoria a la guerra, el que Martí planteara que quería, como bien superior para su patria, «que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre». Insólita aspiración en el ejercicio de un plan político, porque «culto» es religiosidad, y «dignidad» nos remite a un valor moral, lo que sólo se concibe en quien entiende la existencia y las relaciones de los hombres en la vida como religiosamente establecidas bajo un imperativo moral.

    La ley jurídica es la que se impone a los hombres desde afuera, como norma de la convivencia social; es la establecida por el legislador, o cuerpo de legisladores, para regir en un lugar y tiempo determinados, y la sanción por su quebrantamiento se articula por tribunales y policías.

    La ley moral es la norma que se impone al hombre desde lo interior de su conciencia, y su infracción conlleva una sanción más efectiva, por cuanto es ejercida sobre sí desde el hombre mismo. Incluso, en uno de sus trabajos Martí se refiere al triunfo de «la república moral en América». He ahí la revolución, por inconfesada e inaudita, más deseable: la revolución moral, en la que saldrían triunfantes los hombres que «aman y fundan». Para ello Martí puso fe en el hombre. Y el triunfo del bien sobre el mal, en aquella dualidad en que entendió «la pelea del mundo», consistirá en un triunfo moral, desde el propio hombre obtenido.

    Sobre ese trasfondo de conciencia moral se esforzó Martí porque los hombres siguieran a ideas y no a individuos determinados. El caudillismo había sido uno de los males de nuestras repúblicas. La filiación civilista de Martí lo llevó a alertar y oponerse a las dictaduras, unidas siempre en Hispanoamérica al caudillismo y al militarismo. «Un pueblo no se funda como se manda un campamento», había escrito en carta antes mencionada.     Por ello proclamó para América el triunfo de la civilidad sobre el militarismo, este último en correlación con el caudillismo: «Una revolución es necesaria todavía: la que no haga presidente a su caudillo, la revolución contra las revoluciones: el levantamiento de todos los hombres pacíficos, una vez soldados, para que ni ellos ni nadie vuelvan a serlo jamás».

    Desde todo lo anterior, como premisas generales, Martí se proyectó hacia Hispanoamérica. La obra de aquella república moral estaba aún por concluir. La independencia de Cuba y las Antillas sería un servicio que se prestaba a la obra total de América Hispana. A retomar el hilo de sus fundadores acudió Martí, como simbólicamente acudió una noche en Caracas, recién llegado y «sin sacudirse el polvo del camino», a la estatua de Simón Bolívar.

    Al desencanto y frustración finales del Libertador, Martí iba a acudir en su misión para América. «El que sirve a una revolución ara en el mar.., la América (Latina) es ingobernable para nosotros...» había expuesto Bolívar en su decepción final. Como casi todos los juicios sobre Hispanoamérica se hacían -y aún se hacen- comparando a ésta con los Estados Unidos de Norteamérica; y ante el progreso de dicha nación han intentado nuestras repúblicas imitar a aquélla, en una emulación de ostensible fracaso, Martí recurrió al estudio de las raíces y condiciones peculiares y distintas de ambas Américas: Norteamérica «nació del arado y el fusil», e Hispanoamérica «del látigo y el perro de presa». Por tanto, apuntó Martí que de pueblos de formación y elementos tan diferentes, tenían que surgir estructuras de convivencia también diferentes. «La incapacidad -señaló Martí- no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden... sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia».

    En reproche a esa imitación ciega que se ha hecho en nuestras repúblicas de los modos de vida del gran país del Norte, Martí señaló: «El buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país. El gobierno ha de nacer del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país». Y con una visión más global, y actualizable aún hoy en día, afirmó: «Cada pueblo se cura conforme a su naturaleza, que pide diversos grados de la medicina, según falte éste u otro factor en el mal, o medicina diferente. Ni Saint Simon, ni Karl Marx, ni Marlo, ni Bakunin. Las reformas que nos vengan al cuerpo. Asimilarse lo útil es tan juicioso, como insensato imitar a ciegas».

    Esa asimilación juiciosa de lo útil, abre un espacio para tomar los avances del mundo, pero sin adulterar nuestra idiosincrasia en una imitación a ciegas, porque las estructuras sociopolíticas de un país no pueden estar en contradicción con aquel «espíritu de pueblo», que en otra parte de este análisis dijimos que supo interpretar y conciliar como nadie José Martí. Fue así que, sintetizando todo lo anterior, Martí concluyó: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas».

    Tras analizar lo que Martí se planteó para este segundo campo que es Hispanoamérica, en la perspectiva triangular desde la que estamos analizándolo, ¿qué visión y qué proyecto final eran los suyos para Cuba, el tercer campo de nuestro análisis?

 

IV

 

    En una ocasión Ortega y Gasset manifestó que si los españoles hubieran comprendido qué era lo que Cervantes quería para España, otro hubiera sido y mejor el destino de aquella nación. Eso mismo podemos decir de Cuba refiriéndonos a José Martí, ante la convicción que tengo -y expuse en la primera parte de este trabajo- de que en el análisis que Martí hizo del espíritu del pueblo cubano y el recado consecuente que para el futuro ordenamiento nacional del mismo nos legó, «están las bases generales y coherentes para la nación que pudo ser». Y repito que para el logro de esa nación que «aún espera por manos honradas para edificarse», a Martí se puede acudir como punto de partida.

    Precisados los aspectos generales de la apreciación de Martí en cuanto a la humanidad e Hispanoamérica, el proyecto que él tenía para ese tercer campo que era Cuba, habría que configurarlo conjugando la realidad de Cuba y su pueblo («los elementos naturales del país»), y la realidad global del mundo en los últimos instantes del pasado siglo, cuando ya estaban rebasándose las ideas bajo las que se inició la Guerra de los Díez Años, y el pensamiento mundial había ya arribado a los principios y corrientes político-filosóficos bajo cuyas señales se abría la puerta para el nuevo siglo.

    Martí tenía que armonizar todo eso con la «demora en el tiempo histórico del proceso cubano» y «el cruce de dos generaciones», que expusimos -con las lógicas variantes en el enfoque del problema cubano-, y la urgencia de buscar los puntos de coincidencia necesaria para llamar a guerra a la acción unida de los cubanos; y, a su vez, con astucia y sin merma de la honestidad, fijar las bases de la futura república, en la que habría de «injertarse el mundo» sin adulterar «el tronco que tenía que ser el de nuestra república».

    Consecuente con aquel esfuerzo suyo para que los hombres siguieran a ideas y no a hombres determinados o caudillos, Martí constituyó un partido político. Aunque era un partido para llamar a la guerra y unir voluntades en una acción común, en las Resoluciones previas tomadas en Tampa en noviembre de 1891 y las Bases del Partido Revolucionario Cubano, redactadas ambas por Martí, están expuestos y hábilmente diseñados en dichos textos (a veces con un adjetivo que precisa un concepto) los puntos programáticos para la república a fundar una vez terminada la guerra, o sea, «las instituciones que después de ella se funden y deben ir en germen en ella». (Art. 8-II de las Bases).

    La Primera de las Resoluciones de Tampa plantea «la necesidad de reunir en acción común republicana y libre, todos los elementos revolucionarios honrados». Luego Martí concebía la república surgida de la acción revolucionaria, pero una revolución movida por la «honradez». He ahí aquel elemento básico de lo moral que señalamos en los valores esenciales de la visión martiana del mundo.

    El proyecto que para Cuba incubaba Martí era el de una república ajustada a las condiciones del país, como postuló en los párrafos que anteriormente citamos de su ensayo «Nuestra América». Ya antes había repetido: «La política científica no está en aplicar a un pueblo.., instituciones nacidas de otros antecedentes y naturaleza... sino en dirigir hacia lo posible el país con sus elementos reales».

    Ya en el tiempo en que Martí se plantea el proyecto de república para Cuba, las ideas motoras del pensamiento mundial no eran sólo las predominantes en los días de las otras revoluciones independentistas de América. Sobre el fondo de los ecos de la Declaración de Filadelfia y de la Asamblea de la Revolución Francesa, con el estreno de la libertad individual en el tope de sus valores, otras inquietudes de orden social y económico recorrían el mundo, que requerían una rectificación del modelo de democracia prefigurado por los dos grandes acontecimientos mundiales de Norteamérica y Francia.

    Martí no podía saltar sobre «aquella demora en el tiempo histórico cubano», que ya anotamos, para lo que no estaba aún maduro nuestro «espíritu de pueblo». Pero trató de sugerir fórmulas de progreso que llevarán la república posible a posiciones avanzadas de actualidad. Así, la democracia funcional para Cuba sería una democracia nueva, con ingredientes de justicia social atemperados a la disyuntiva en que veía avecinarse uno de los dilemas futuros del mundo. Todas esas implicaciones hallan una síntesis inteligente en la Tercera de las Resoluciones de Tampa: «La organización revolucionaria no ha de desconocer las necesidades prácticas derivadas de la constitución e historia del país, ni ha de trabajar directamente por el predominio actual o venidero de clase alguna; sino por la agrupación, conforme a métodos democráticos, de todas las fuerzas vivas de la patria».

    Asombra cómo Martí ya entonces intenta romper la coyuntura de la lucha de clases, atajando en la base de su concepción el contenido social de «clase». En ocasión anterior había dicho: «Enoja oír hablar de clases. Reconocer que existen es contribuir a ellas. Negarse a reconocerlo es ayudar a destruirlas». Y para no reconocer tal concepto, pretendió llevar en reemplazo a la estructura socio-económica de la república posible, el concepto de «fuerzas vivas», donde la distinción estaría en la funcionalidad que el trabajo creador de sus componentes determinara en la vida nacional.

    A la igualdad «por el orden del trabajo real» aspiró Martí en su nuevo modelo republicano de democracia. Por eso del Artículo 4 de las Bases del Partido podemos sintetizar lo siguiente: «El Partido Revolucionario Cubano se propone fundar... un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina...».

    He aquí la visión programática en líneas generales, para desarrollar después de la guerra en la práctica republicana. Obsérvese que ya no es sólo la libertad individual y la independencia el contenido de la república de Martí; que ya no es solamente la simple democracia en contrapartida al despotismo colonial y el centralismo monárquico, que el mundo ya se había sacudido. Martí, antes de concluir en el concepto de democracia, habla primero de «métodos democráticos», bajo los cuales se agruparían socialmente los cubanos, sin «el predominio de clase alguna». Sólo así se podría fundar «un pueblo nuevo», basado en «el equilibrio de las fuerzas sociales», para construir lo que él precisó como una sincera democracia, donde se garantice «el decoro y el bien» (aparecen aquí aquellos dos valores morales esenciales que antes citamos en Martí), de todos los cubanos. Sólo entonces aparece como objeto el concepto de libertad, como si sin aquellos requisitos precedentes, el ejercicio pleno de ésta no pudiera lograrse. Y entonces -concluye el Art. 5 de las Bases del Partido- es que se habrá de «entregar a todo el país la patria libre».

    Hasta este punto Martí está elaborando el instrumento de la república futura con los que él había llamado «elementos naturales del país», sobre premisas morales de decoro y bien. Más no podía hacer en un documento conciliador para mover a la acción conjunta de los cubanos de entonces. Pero para culminar la visión de Martí y su proyecto completo para Cuba, falta insertar en los elementos esquemáticos y generales señalados, los nuevos avances conceptuales y prácticos del mundo, en la contraposición dialéctica de las ideas que se abrían paso hacia el nuevo siglo.

 

V

 

Partiendo de las Resoluciones de Tampa y las Bases del Partido Revolucionario Cubano, se puede vislumbrar en líneas generales el proyecto de república que concebía José Martí cuando se pudiera «entregar a todo el país la patria libre». Pero para hablar a los cubanos, dentro de aquella «demora en el tiempo histórico cubano», que señalamos, Martí tuvo que tomar en su discurso muchos de los tonos y los contenidos que esgrimieron los independentistas hispanoamericanos casi un siglo antes, no obstante que en los citados textos (las Resoluciones y las Bases), con cautelas y sugerencias, iban en germen -como precisamos antes- las instituciones que debían regir en la república.

Tenemos que buscar en su obra de pensamiento, múltiple y dispersa, los elementos y los principios específicos, para actualizar y proyectar hasta zonas de modernidad las ideas y afirmaciones de Martí con respecto a los nuevos conceptos que serían después las corrientes sociopolíticas que se han debatido y ensayado en el siglo actual y hasta nuestros días. Así, complementando con esas otras líneas de pensamiento las generalizaciones que aparecen en las Bases del P.R.C., podríamos desentrañar la república que nos hubiera propuesto Martí, y que debíamos haber puesto en marcha a partir de la independencia, si hubiéramos entendido y realizado lo que Martí quería para Cuba.

Martí conoció y analizó todas las ideas y programas políticos de su tiempo. Pero donde entiendo yo que Martí se situó en el punto más cercano a la problemática de los tiempos que hoy corren, y nos lo hace más actual, y es seguro punto de partida para echar a andar hacia el logro de esa república que pudo ser -y puede ser aún-, es cuando Martí analiza, comparte y adiciona lo que expuso en su ensayo «La Futura Esclavitud» el filósofo positivista inglés Herbert Spencer. Sobre dicho libro, en abril de 1884, escribió Martí para «La América» un trascendente artículo donde analiza el futuro socialismo comunista y también el capitalismo reaccionario de entonces, y el conflicto futuro de esos dos sistemas antagónicos, la pugna de los extremos, vislumbrando desde su antítesis una suerte de síntesis resultante.

Martí aceptó y compartió la censura a los males que el nuevo sistema propuesto habría de entronizar; pero exigió, a su vez, remedios a los males existentes, la necesaria transformación del sistema establecido, en el polo opuesto.

Marcha Martí junto a Spencer, confundiendo sus voces, atisbando el peligro futuro del nuevo sistema que, como «un fantasma recorría Europa», y advierte el resultado que tendría la excesiva acción del Estado en la vida socioeconómica de los pueblos. «Spencer -escribe Martí- construye el edificio venidero, de veras tenebroso, y semejante al de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del Estado, en compensación del trabajo que para el Estado hacía el ciudadano».

Igualmente resalta Martí el mal del funcionarismo, como nueva clase oteada en su génesis por Spencer. De tal suerte, la progresiva absorción estatal aumentaría «de terrible manera la cantidad de empleados públicos, ya excesiva... Con cada nueva función, vendría una casta nueva de funcionarios... Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios.., lo iría perdiendo el pueblo, que no tiene las mismas razones de complicidad en esperanzas y provechos». Y continúa: «El hombre que quiere ahora que el Estado cuide de él para no tener que cuidar él de sí, tendría que trabajar entonces en la medida, por el tiempo y en la labor que pluguiese al Estado asignarle... De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios... Lamentable será, y general, la servidumbre».

Hasta este punto Martí anduvo acorde con Spencer. Pero este último se concreta sólo a analizar los males latentes y estructurales de uno de los dos sistemas, en contraposición ya desde entonces en el mundo contemporáneo. Spencer no repara en las imperfecciones o males que también tiene el sistema establecido sobre el cimiento capitalista, ni ofrece una solución general. Y es aquí que Martí reprocha a Spencer el que «no señala con igual energía... los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas». Y, con enérgica afirmación, resume: «No se puede dejar a la gente humilde con todas sus razones de revuelta».

Coordinando estas ideas, como una toma de posición ideológica de Martí, con las otras que señalamos a lo largo de este análisis, en especial para ese tercer campo que es Cuba en la perspectiva desde la que estamos enfocando a Martí, y sobre el esbozo programático de las Resoluciones de Tampa y las Bases del Partido Revolucionario Cubano, podemos completar «las bases generales y actualizables de la nación que pudo ser» -dijimos-, como legado de José Martí.

Así, como conclusión, la república que Martí hubiera propiciado proyectada hacia el hoy, sería: ni el socialismo comunista con centralismo estatal, ni el capitalismo reaccionario proclive al individualismo y los desniveles socioeconómicos; la oposición entre liberalismo y estatalismo, se sintetizaría en una forma intermedia: ni el sistema donde todo va en función del individuo o de las individualidades de excepción, ni el sistema donde el Estado es todo y absorbe al individuo; sino un sistema que conjugue los intereses de la colectividad y el individuo.

El esquema hegeliano, llevado y traído por la teoría marxista, se ilumina desde el Martí actual en una concepción ecléctica que no se alinea ni en la extrema izquierda ni en la extrema derecha, sino en un campo amplio para variantes y «reformas que nos vengan al cuerpo», con aquella mesura que él aconsejó para Hispanoamérica de lo «juicioso de asimilarse lo útil, y lo insensato de imitar a ciegas». Y aquella advertencia suya de no aplicar «instituciones nacidas de otros antecedentes y naturaleza, y desacreditadas donde parecían más salvadoras».

Extrayendo respuestas desde este Martí así delineado hasta la actualidad, Cuba no se ha realizado como nación ni en la importación del socialismo comunista soviético, ni en la emulación a ciegas del «american way of lifé», pues siendo diferentes los pueblos del sur y el del norte en formación y posibilidades objetivas, diferentes tenían que ser las instituciones en las comunidades de Hispanoarnérica.

Los postulados comunistas de la eliminación de clases, nos han llevado a una modalidad de servidumbre en un Estado totalitario; los postulados de democracia en abstracto, mal orientados, no han generado en Hispanoamérica (y Cuba está en ella) aquellos «modos naturales de equilibrar la riqueza pública», que señaló Martí a Herbert Spencer…

Desde este punto de ubicación ideológica y de actualidad, es que podemos vislumbrar la nación que hubiera alentado Martí, por cuanto comprendemos bajo qué concepciones sociopolíticas están «en germen», en las Bases del P.R.C. y las Resoluciones de Tampa de 1891, «las instituciones» que se fundarían en una república «sin el predominio de clase alguna», que «por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales», se constituiría en «un pueblo nuevo y de sincera democracia».

 

VI

 

    Después del análisis que hemos realizado y las conclusiones que del mismo sacamos sobre la república que hubiera intentado establecer Martí (o los cubanos que lo sobrevivieron, si lo hubieran entendido y tenido la honradez y el valor de realizar su proyecto), cabe, como resumen o conclusión final, afirmar la vigencia actual, en las líneas generales y las especificaciones que precisamos, de aquella su república que pudo ser y todavía es posible.

    La república de Martí es oferta que aún podemos enarbolar para el pueblo de Cuba (el de la Isla y el exterior), como punto de partida y necesidad de coincidir en un plan nacional que, llevándonos al encuentro de nuestra identidad y propiciándonos una continuidad histórica, ofrezca, además, soluciones objetivas a una realidad cubana que, con algunas variantes, continúa y reclama.

    La vigencia de Martí para Cuba nos la reafirma, todavía más, la existencia de condiciones similares en la América Latina de hoy y los apuntes que dejó Martí en su tiempo para esa patria grande. Es así que escritores y estudiosos contemporáneos hacen parecidos replanteos del dilema de nuestra América.

    En su libro bastante reciente titulado «Del buen salvaje al buen revolucionario», el analista venezolano Carlos Rangel, sacando conclusiones de la comparación de América Hispana y su fracaso, con los Estados Unidos y su éxito, señala que cuando existe un país triunfador que ha realizado con éxito proyectos envidiables, los países vecinos tienen estas alternativas: o intentar la emulación (esto es, imitarlo) o rechazar los valores implícitos en los proyectos (de dicho país) y los éxitos envidiados. (Ya sabemos cuál era la posición de Martí con respecto a la «insensatez de imitar a ciegas», que citamos).

    En relación con lo anterior, e! escritor contemporáneo Carlos Fuentes —citado por Rangel en la obra de referencia— avizora el futuro tenebroso que espera a Latinoamérica ante el avance tecnológico, que hace que cada día tengan menos importancia para el imperialismo los productos del monocultivo de América Latina, lo que puede convertirla en un vasto continente de mendigos. Ante esto, y la disyuntiva aún hoy replanteada por Rangel, el mexicano Carlos Fuentes postula corno opción «una acción revolucionaria, una ruptura indispensable para rescatar o crear una identidad latinoamericana… un proyecto modesto, pero propio y viable, que nos permita ser dentro del mundo, si no indispensables o distinguidos, por lo menos independientes».

    Recordemos lo que Martí había planteado sobre América, en el Partido Revolucionario Cubano y en sus apuntes complementarios sobre las nuevas doctrinas sociopoliticas, y comprendamos ahora lo oportuno y procedente de rescatar a Martí de las aguas de Dos Ríos y, sobre los hombros de todos, echarlo a andar por los caminos nuevos y nuestros que el futuro inmediato de Cuba reclama.

    En Cuba se ha producido una profunda transformación, forzada por el extremismo político y absolutista que, al cabo, deviene también en un régimen reaccionario. Pero en la Isla viven más de diez millones de cubanos, y dos nuevas generaciones ya se han asomado a la vida nacional tras el proceso revolucionario. Con todo eso, más aún con las generaciones jóvenes, hay que contar irremediablemente. Los que hemos venido no hace mucho tiempo de Cuba, y hemos compartido la vida de nuestro pueblo allá, con los jóvenes allá, con todos, traemos la convicción de que ellos no asimilarían, no entenderían y no recibirían como recado atendible, lo que les vaya dado en el lenguaje de las prácticas políticas de las décadas del 40 y el 50. Bastante se ha esforzado el régimen en remarcar con caracteres sobresalientes, y con efectividad pedagógica y psicológica, exclusivamente los males del pasado, creando en los más jóvenes sobre todo un esquema mental que no se va a borrar integralmente, pues no tienen otra vivencia.

    Asimismo, la idea antiimperialista ha calado también en la mente y el sentir de grandes núcleos del pueblo, por lo antes apuntado y por razones a las que no podemos volverles la cara. No ha ocurrido igual con la prédica internacionalista y la ideología oficial malamente impartida. Y el régimen, inteligentemente, ha recurrido al sentimiento nacionalista. Con el «slogan» de los 100 años de lucha, ha conectado, como ininterrumpido periplo, nuestras luchas independentistas del pasado siglo con los movimientos populares del siglo actual, hasta culminar en el 1ro. de enero de 1959, con el aditamento del episodio de Playa Girón en 1961. Y así la campana de La Demajagua lanza su tañido desde las manos de Céspedes en 1868, hasta las de los revolucionarios del 1959 y años siguientes. Subir en auto por la calle Paseo, en el Vedado, desde el Malecón hasta la actual Plaza de la Revolución donde está el monumento a José Martí, fue en tiempo reciente el ir encontrándose, a la derecha, grandes afiches con episodios de esos «100 años de lucha», comenzando por el Padre de la Patria, en dicho recorrido, e ir viendo de tramo en tramo distintos episodios históricos, hasta los días actuales, mientras se iba leyendo por pasos, hasta terminar los carteles, estas frases explicativas: «Nosotros hubiéramos sido como ellos; ellos hubieran sido como nosotros». (No puede negarse que tiene impacto psicológico y eficacia pedagógica).

    Pero como no ha podido lograrse allá la asimilación mayoritaria de la ideología de extrema izquierda marxista- leninista, al cabo tan reaccionaria como las de extrema derecha, o más, el régimen ha echado mano al sentimiento nacionalista, alentando éste como nunca antes, escudándose en la tradición nacional, mal usada. Porque el régimen, en su hibridez nacionalista-internacionalista, ha hecho del nacionalismo una trinchera y una excusa formidable. Nacionalismo reafirmado en la feroz proclama antiimperialista y, por tanto, falso nacionalismo.

    En la figura de José Martí, parcialmente presentada, han hallado formidable pretexto y simpático apoyo para la adaptación de la antes expuesta prédica y sus fines. Luego, Martí es una portada propicia, una vez actualizada, para entrar mañana —y que sean acogidos y asimilados— a los caminos de realizaciones políticas y sociales de un programa nacionalista, democrático y revolucionario, avalado además por el recado de tradición nacional hacia una continuidad histórica tantas veces distorsiona da; un programa que anime, ayude y sirva —a la vez que encuentre terreno fértil— a los cubanos que están allá, con los que tendríamos que contar para echar adelante la nación por los caminos viables y actuales, en esta etapa de filosofías o prácticas encontradas en que se desliza el mundo; un programa de eclecticismo en avanzada, lejos del peligro del movimiento pendular hacia el otro extremo, que sería otra dictadura; programa que recoja los fundamentos de una democracia nueva y funcional —que está en germen en el proyecto de Martí—, y que siga ofreciendo al pueblo cubano la continuación de nuestra tradición nacional, como un fin en común perseguido, en la culminación de la lucha ya centenaria, sin odios, sin revanchas, con justicia y objetividad en esta hora del mundo y de América, y como realización de «la historia que pudo ser»... podríamos acaso, en este campo además, servir a nuestro pueblo, siendo coherentes con el mismo, si se nos diera esa apertura en el futuro cercano, para la oferta aquella de una «sincera democracia», basada en «el equilibrio de las fuerzas sociales» que dijo José Martí para «la creación de una República justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para el bien de todos».

 

 

 

 

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